Hace doce años hoy que Heberto Padilla partió. Este es un capítulo de mi libro inédito La buena memoria, y con su publicación aquí quiero dar testimonio de lo que recuerdo y de aquellos años traumáticos. También intento así rendir homenaje a la memoria de nuestro amigo el comandate Alberto Mora, quien apoyó a Heberto siempre, aún a costa de arriesgar su vida enfrentándose a Fidel Castro.
Alberto Mora, comandante de la Revolución y ex Ministro de Comercio Exterior, se suicidó el 13 de septiembre de 1972. Esta es la única foto que he encontrado de Alberto en el internet, y no es la imagen del que conocí a finales de los sesenta. Aparece aquí en un desfile de los primeros días de 1959, entre el Ché Guevara y el capitán Antonio Núñez Jiménez. Incluso al extremo derecho está el comandante William Morgan, fusilado poco después por la Revolución. La otra foto es la sede de la UNEAC, donde yo trabajaba en la redacción de La Gaceta de Cuba, y donde vi por última vez a Alberto el día de su suicidio.
LOCURA Y MUERTE EN LA HABANA
Belkis Cuza Malé
Todavía no hemos podido
sobreponernos; la atmósfera de esta casa encierra ahora una humedad
desacostumbrada, un vaho a flores marchitas, a cera quemada, a incienso
esparcido en el aire de las noches calurosas. Sobre mi mesa de mármol, en el
centro de la sala, permanece aún fresco ese ramo de mirto o muralla que alguien
me recomendase como lo mejor para ahuyentar los malos espíritus, y el silencio
es nuevo, aunque María nos mire a hurtadillas desde su locura...
Hay paz, sin embargo, porque la ha impuesto la muerte
con sus herramientas, y porque la búsqueda de la verdad se ha dejado ganar por
lo irremisible. ¿Qué importan las razones?, me digo a mi misma como para calmar
la inquietud de no saber qué ha sucedido.
Por un rato al menos, María Molina, la sirvienta loca, ha
dejado de oir los ruidos de todos los días; ni ayer ni hoy nos ha atormentado
con las historias de que allí mismo, frente a nuestro edificio, están cavando
una tumba para su hermana muerta. Se encierra más a menudo en su cuartico junto
a la cocina, como si pareciese querer dejarnos en paz, a solas con esta nueva
tristeza. Por lo pronto, tan extraño como parezca, nos sirve de consuelo saber
que la muerte real se ha sobrepuesto a la locura, a sus voces.
Pobre María, ha hecho un nidal de ese cuarto. Cuando
la contratamos en una agencia clandestina de empleo (porque hace más de una década que
dejaron de existir legalmente), no demoró en aparecer. La vimos bajar rauda de
un automóvil de alquiler, repleta de equipaje y cajas de cartón. Fue estricta
en su primer saludo, pero viviendo en los tiempos en que vivimos, no me extrañó
que una pobre mujer desamparada quisiera aparentar las maneras antiguas de una
criada. No abundan las casas habaneras que puedan y quieran ofrecerle
una habitación con baño privado, una mensualidad (aunque muy pobre), y el
derecho a incorporarse a la libreta de abastecimientos de los dueños de la casa.
La situación era casi inusitada, como lo fue el hecho
mismo de que una amiga me recomendase a la dueña de la agencia de empleos, que
se las arreglaba como podía para buscarle acomodo a sus escasos
clientes.
María, creíamos nosotros, iba a solucionarnos un gran
problema doméstico mientras esperábamos el nacimiento del niño, y preferimos
sacrificar nuestra pobre economía y ofrecerle un cuarto a la desamparada señora,
sin familia ni vivienda. Eso era todo lo que sabíamos de ella, que se trataba de
una desamparada, una mujer que rebasaba los cincuenta, sin familia ni vivienda
y con una necesidad urgente de que alguien la incluyera en su libreta de
abastecimiento.
Desde el primer momento supe, sin embargo, que
habíamos cometido un grave error. María --como comprobamos después con la
señora de la agencia de empleos-- estaba loca, loca de remate, y en numerosas
oportunidades había sido internada en el hospital de Mazorra. A la mujer de la
agencia no le quedó más remedio que decirnos la verdad, aunque añadió la pobre
excusa de que en sus momentos de lucidez, María era útil en una casa y digna de
los mayores elogios, pues limpiaba y cocinaba bien.
El error más grave había sido incorporarla a la libreta
de abastecimientos, porque en contra de su voluntad no podíamos darle de baja en
las oficinas de la OFICODA (*) y permanecería en nuestra casa hasta que ella lo
decidiera.
No puedo evitarlo, le tengo miedo a María, a su
mutismo; no sé cuándo dejará de ser ella para prorrumpir en sollozos, o correr
hacia mí gritándome que cesen los ruidos, que no puede más. Pero a pesar de todo
esto, cocinar y limpiar parecen servirle de tearapia. Entro y salgo de la casa,
voy al trabajo o a la universidad y noto que está largos períodos encerrada en
su cuarto, escribiendo esas monstruosas cartas que hablan de camiones
herméticamente cerrados que recorren la ciudad, dice, con su trasiego de carne
humana, mujeres que la policía se encarga de echar mano en cualquier esquina,
con el propósito de engrosar el abastecimiento de carne para la población.
Prostitutas, repite sin parar. Y sus cartas están dirigidas a Fidel; le escribe
decenas a la semana y las guarda con mucho celo debajo de su almohada, pero
nosotros, en sus brevísimas ausencias a la bodega que está al lado de nuestro
edificio, las leemos, con un interés creciente, como si se trataran de nuevos
capítulos de una historia de terror, incapaces de sustraernos a sus
obsesiones.
De noche nos encerramos con llave en nuestras
habitaciones, temerosos de que la locura le asalte en medio de la madrugada. Y
aunque parece fingir no darse cuenta de nuestro miedo, quién sabe cuántas
esquizofrénicas inquietudes esconde tras su dura mirada. No nos da reposo, sin
embargo, nos mira siempre como un cazador furtivo, aunque sigue cumpliendo a
cabalidad con sus obligaciones y guarda un horario inflexible para
todo.
Hace un tiempo logramos que nos hablara de sus otras
colocaciones. Fue a raíz de encontrarse un libro de Alejo Carpentier, mientras
sacudía uno de los estantes. Se le quedó mirando durante unos segundos, como
tratando de recordar, hasta que sin mucho interés contó que había trabajado
hacía años en casa del novelista, en una época, añadió, en que él vivía con su
madre, una señora rusa que tocaba el piano y daba clases de francés. Una señora
muy fina, apuntó, como si de pronto se le hubiera iluminado la mente y
trasladado a aquella época y la estuviera mirando. Se había quedado como ausente
en el recuerdo.
Fue María la que respondió a mis preguntas, cuando de
regreso esa mañana de la universidad, noté aquellas tres tazas con restos de
café que permanecían sobre el aparador del comedor.
"Es que estuvieron aquí unos amigos de su esposo, por
lo del accidente del señor Alberto. Dice su esposo que llame a Maruja".
No había cautela en su modo de darme la noticia, ni
pretendía evitarme el susto. Accidente era la palabra que mejor describía una
situación real con la que ella había estado siempre tan familiarizada. Pero todo
el mundo actuaba como María a la hora de la verdad. Maruja no fue más
explícita al inicio de nuestra conversación, y sólo cuando insistí supe qué
significaba esa palabra, accidente. Y la verdad es siempre como en las novelas,
un golpe seco.
Alberto Mora, de súbito, estaba muerto. Heberto se
había marchado a la funeraria y yo quedaba en libertad de llegarme hasta allá o
aguardar en casa.
En el trayecto hacia la funeraria Rivero traté de
poner mis pensamientos en claro. ¿Es que como en las novelas de terror aún no
había despertado del sueño? Claro que sí, sólo que ahora iba uniendo los
pedazos de ese rompecabezas que la muerte había dislocado de un
manotazo.
Estaba allí, dentro de aquel sarcófago horrible, y un mechón de pelo sobresalía por afuera de la tapa; yo sólo atinaba a ver el mechón negro y lacio que tantas veces se alisara en un movimiento que se había convertido casi en manía.
Estaba allí, dentro de aquel sarcófago horrible, y un mechón de pelo sobresalía por afuera de la tapa; yo sólo atinaba a ver el mechón negro y lacio que tantas veces se alisara en un movimiento que se había convertido casi en manía.
Un hombre me perseguía en aquel sueño de la noche
de la tormenta. Rápídamente me metí a la trastienda de un pequeño negocio y allí
estaba el sarcófago del que salía aquel mechón de pelo lacio y negro. Al otro
día por la mañana supe que esa noche Alberto se había
suicidado.
A pesar del balazo no estaba deformado. En medio del
horror del que aún no habíamos podido desprendernos, comprobé lo que ya yo sabía
por mi sueño.
Alberto había llegado aquella tarde de lluvia
torrencial hasta la UNEAC (** ) para devolverme Islas en el Golfo, la
novela de Hemingway que yo habìa pedido prestada a la biblioteca. Hacía más de
un mes que la había sacado porque Heberto quería leerla, pero luego se la había
pasado a Alberto y éste a un amigo. La lectura del libro póstumo de Hemingway
pareció afectarlo, y su obsesión lo trajo dos o tres veces a casa para comentar
con Heberto los planteamientos de Hemingway: discutía con acaloramiento todas
las proposiciones del viejo escritor en torno a la muerte y las distintas formas
de suicidio. Quería una y otra vez que Heberto compartiera sus puntos de vista:
la mejor forma de matarse era de un tiro en el cielo de la boca. Pero Heberto no
acertaba a darse cuenta entonces de las verdaderas intenciones de su
amigo.
Tiempo atrás había aparecido por casa con un nuevo
libro, la edición de Barral del I Ching: quería que probásemos suerte,
y él mismo se encargó de interrogar al célebre libro. No fue una sorpresa para
mí que nuestro destino --el mío y el de Heberto-- fuera el mismo, me parecía
lógico. Pero me sobrecogió de manera especial la respuesta que obtuvo Alberto,
porque sin que él precisara, aquel código extraño apuntaba hacia lo
peor.
Sonrió restándole importancia al hecho y no vaciló
días más tarde --la noche de su cumpleaños-- y en su recién estrenada casa, en
leerle el destino a cada uno de los presentes y de repetir hasta el cansancio
aquel cuento-adivinanza que era a su vez un test de personalidad. Al final de la
historia y de salvar muchos obstáculos, había que decidir qué actitud tomar ante
un muro que impedía continuar la marcha. Casi todos los presentes aquella noche
escogieron regresar. Pero Alberto decidió saltar el muro.
En la casa todos oyeron el disparo. La abuela dijo
que fue como si cayera al suelo un escaparate. La puerta estaba cerrada por
dentro con llave, y Liuba, la hija mayor dijo que ella podría abrirla con la punta de
una tijera. Eran las 8 y 30 de la noche, y desde por la tarde había estado
lloviendo sin parar.
Abrí la puerta de mi apartamento, y lo vi de pie junto
al marco: llevaba un pantalón a cuadritos color café y la camisa de hilo blanco.
Le oi decir junto al ramo de muralla del centro de la sala, que esa misma tarde
me devolvería el libro de Hemingway.
¨Yo creo que no nos vamos a ver más¨, le dije y la
primer sorprendida fui yo, quizás no quise decir eso, pero fue lo que dije y me
turbé, pues me parecieron palabras absurdas, sin sentido. "¿Por qué dices eso?
--fue su respuesta. Esta misma tarde te llevo el libro a la Unión de Escritores,
lo prometo".
No le creì hasta que lo vi llegar horas después
bajo el terrible aguacero. A pesar de la gripe y la fiebre, quiso cumplir su
palabra. Fui, sin sospecharlo, de las últimas personas en verlo con
vida.
Lo acompañé hasta el vestìbulo de la UNEAC, y ya
en el portal inundado, tras rechazar mi ofrecimiento de unos periódicos para que
al menos se cubriera un poco de la lluvia, desapareciò ante mis ojos asombrados,
como si aquella densa capa de agua se lo hubiera tragado. Su amigo Benigno
Regueira, me había dicho, lo había traido en su automovil y lo estaba esperando
afuera.
Por la noche, cuando Heberto y yo regresamos del
Parque Almendares, a donde habíamos ido con una vecina tras cesar la lluvia,
quise llamar a su casa para preguntar si aquella imprudente empapada no habìa
afectado aún más su gripe, pero nuestro teléfono, afectado por la
tormenta, había dejado de funcionar. Miré entonces al reloj y también se habìa
detenido a las 8 de la noche.
Cuando esa mañana regresé temprano de la
universidad, Marìa me contó que había habido visita... Todavía cierro los ojos y
veo las tazas abandonadas con restos de café. Alejandro, el policía encargado de
vigilarnos, y otro, que no sé quién es, habían venido a informar a Heberto de la
muerte de su amigo y de paso a intentar saber más.
"¿Qué les parece? Me voy a casar con Sylvian. Dìganme
lo que piensan". Le estaba preguntando la opinión a los amigos, pero yo
detestaba que qusiera saber la mía sobre algo tan personal,como era su relación
con Sylvian, una francesita aplatanada, a quien conocía
poco.
Alberto sobresalía del contexto. Era inteligente y
generoso, de una amistad a toda prueba. Culto, en medio de un mundo como el suyo
(un comandante, el más joven quizás de la Revolución, ex ministro de Comercio
Exterior), aunque sin embargo padecía de un fuerte desasosiego, sólo evidente para
sus más ìntimos. Golpe tras golpe había resistido con valor mucho más de lo que
se sabía. Primero la muerte del padre, aquel legendario Menelao Mora, ex
dirigente de los Ómnibus Aliados, quien con un grupo de hombres --entre los que
estaba el propio Alberto, entonces un joven de 17 años-- había asaltado el
Palacio Presidencial, donde vivía el dictador Batista. Luego, la enfermedad de
la madre; el nacimiento de su hija màs pequeña con una deformación en el labio,
su matrimonio con la francesita, que pareció no tardar en caer en crisis... Y en
medio del desencanto creciente ante la vida, había perdido la fe en la
Revoluciòn y Fidel Castro, aunque le oíamos insisitir en que tarde o temprano
todo se arreglaría.
Del libro Fuera del juego, el primero de los
amigos de Heberto en leerlo, le oí decir con franco entusiasmo: "Este libro va a
hacer historia". Creyó en la amistad, por eso no vaciló en apoyar a Heberto, su
amigo, a raíz de nuestra detención, lo que le valió también a él un destino
inusitado: Fidel Castro lo mandaría a detener, aunque luego de visitarlo en la
celda lo pondría en libertad.
Todavía con Heberto detenido en la Seguridad del
Estado, Alberto y yo nos aparecimos en el anfiteatro de la Universidad de La
Habana donde el canciller Raúl Roa iba a pronunciar un discurso que, aunque de
soslayo, estaba relacionado con los últimos acontecimientos alrededor de
Heberto. A cada instante aquella multitud compuesta por alumnos y funcionarios
interrumpía al retórico Roa y prorrumpía en aplausos, de pie, para darle más
énfasis a sus palabras. Le oi hablar de los intelectuales plumíferos, y de no sé
cuántos otros torpes epítetos para referirse, sin decirlo, a Heberto. Pero ni
Alberto ni yo nos levantábamos de nuestros asientos, ni aplaudíamos al
canciller. Al final del discurso, Alberto se acercó a Roa y le entregó una
carta, con el ruego de que se la hiciera llegar a Fidel Castro. No supe su
contenido, pero se trataba de una protesta sobre la detención de su amigo, y su
opinión sobre la situación. Al otro día estaba preso en Villa
Marista.
Alberto Mora, en perpetua
desgracia, ex comandante de la Revolución castrista, era un escritor frustado
(estoy segura), que amaba la música, que no tenía reparos en exhibir en su casa
aquel enorme e impresionante afiche de Jimi Hendrix, muerto por una sobredosis de drogas, ni en
comprar en sus viajes al extranjero toda la música de los Beatles. Se empeñó en
hacer revolución junto a su padre, y tuvo la suerte de salir con vida del asalto
al Palacio Presidencial. Quiso ser un rebelde, cuando hubiera dado su vida por
ser un creador, un artista.
Ayer hizo nueve días que lo enterraron. No fui al
cementerio porque me sentía muy triste y me parecían demasiadas emociones para
mí, con mis seis meses de gestación. A su regreso, Heberto me contó que vio
allí a Orlando Alomá con aquel ejemplar del libro de Hemingway debajo del
brazo. Pienso que si Alberto Mora no lo hubiese leido no
habrìa escogido el camino de la autodestrucción. Pero otras cosas pesaron mucho
en su decisión. La traición, las mentiras, habían acelerado ante sus ojos la
caida del altar donde durante años había puesto a Fidel Castro y la Revoluciòn.
Ya no creyó más en esa "rehabilitación política" que tiempos atrás era su tabla
de salvación, pues no se cansaba de repetir que tarde o temprano llegaría. Pero
el Plan de Plátanos del Wajay, a donde el propio Fidel Castro lo había enviado
para que se rehabilitara, no era otra cosa que un nuevo castigo, una
cárcel.
Ayer sonó el teléfono, mientras yo descansaba antes de
irme a trabajar a la UNEAC. Era su voz ahogada, lejana, y
ese ¨oye¨, ahora de ultratumba, conque solía presentarse cuando hablaba a casa.
Sólo alcancé a escucharle decir balbuceante que iba para el Wajay, mientras
repetía aquel Wajay como un tartamudo. Aterrada, le pasé el teléfono a Heberto,
pero la comunicación había cesado.
Me cuesta trabajo reconocer que locos como María puede
que entiendan mejor los planos de vida y muerte en que nos movemos. A su modo
parecería no faltarle razón y no cesa de escribir cartas cada día más extensas,
denunciando quizás esta vez que están cavando una tumba para nuestro amigo, el comandante Alberto
Mora.
1 comment:
Belksi queridad. Acabo de leer tu articulo en un dia tan marcado como hoy, el dia 24 de septiembre, cuando Hebertó nos dejó.
Fascinante este capítulo de esta novela tuya que se nos aproxima y la cual espero con entusiasmo. Los archivos de tu memoria son un tesoro. Gracias por compartir una vez mas un conocimiento valioso.
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