Monday, September 24, 2012


Hace doce años hoy que Heberto Padilla partió.  Este es un capítulo de mi libro inédito La buena memoria, y con su publicación aquí quiero dar testimonio de lo que recuerdo y de aquellos años traumáticos.  También intento así rendir homenaje a la memoria de nuestro amigo el comandate Alberto Mora, quien apoyó a Heberto siempre, aún a costa de arriesgar su vida enfrentándose a Fidel Castro.

Alberto Mora, comandante de la Revolución y ex Ministro de Comercio Exterior, se suicidó el 13 de septiembre de 1972.  Esta es la única foto que he encontrado de Alberto en el internet, y no es la imagen del que conocí a finales de los sesenta. Aparece aquí en un desfile de los primeros días de 1959, entre el Ché Guevara y el capitán Antonio Núñez Jiménez. Incluso al extremo derecho está el comandante William Morgan, fusilado poco después por la Revolución. La otra foto es la sede de la UNEAC, donde yo trabajaba en la redacción de La Gaceta de Cuba, y donde vi por última vez a Alberto el día de su suicidio.



LOCURA Y MUERTE EN LA HABANA
Belkis Cuza Malé
     Todavía no hemos podido sobreponernos; la atmósfera de esta casa encierra ahora una humedad desacostumbrada, un vaho a flores marchitas, a cera quemada, a incienso esparcido en el aire de las noches calurosas. Sobre mi mesa de mármol, en el centro de la sala, permanece aún fresco ese ramo de mirto o muralla que alguien me recomendase como lo mejor para ahuyentar los malos espíritus, y el silencio es nuevo, aunque María nos mire a hurtadillas desde su locura...
        Hay paz, sin embargo, porque la ha impuesto la muerte con sus herramientas, y porque la búsqueda de la verdad se ha dejado ganar por lo irremisible. ¿Qué importan las razones?, me digo a mi misma como para calmar la inquietud de no saber qué ha sucedido.
    Por un rato al menos, María Molina, la sirvienta loca, ha dejado de oir los ruidos de todos los días; ni ayer ni hoy  nos ha atormentado con las historias de que allí mismo, frente a nuestro edificio, están cavando una tumba para su hermana muerta. Se encierra más a menudo en su cuartico junto a la cocina, como si pareciese querer dejarnos en paz, a solas con esta nueva tristeza. Por lo pronto, tan extraño como parezca, nos sirve de consuelo saber que la muerte real se ha sobrepuesto a la locura, a sus voces. 
        Pobre María, ha hecho un nidal de ese cuarto. Cuando la contratamos en una agencia clandestina de empleo (porque hace más de una década que dejaron de existir legalmente), no demoró en aparecer. La vimos bajar rauda de un automóvil de alquiler, repleta de equipaje y cajas de cartón.  Fue estricta en su primer saludo, pero viviendo en los tiempos en que vivimos, no me extrañó que una pobre mujer desamparada quisiera aparentar las maneras antiguas de una criada. No abundan las casas habaneras que puedan y quieran ofrecerle una habitación con baño privado, una mensualidad (aunque muy pobre), y el derecho a incorporarse a la libreta de abastecimientos de los dueños de la casa.
        La situación era casi inusitada, como lo fue el hecho mismo de que una amiga me recomendase a la dueña de la agencia de empleos, que se las arreglaba como podía  para buscarle acomodo a sus escasos clientes.
        María, creíamos nosotros, iba a solucionarnos un gran problema doméstico mientras esperábamos el nacimiento del niño, y preferimos sacrificar nuestra pobre economía y ofrecerle un cuarto a la desamparada señora, sin familia ni vivienda. Eso era todo lo que sabíamos de ella, que se trataba de una desamparada, una mujer que rebasaba los cincuenta, sin familia ni vivienda  y con una necesidad urgente de que alguien la incluyera en su libreta de abastecimiento.
        Desde el primer momento supe, sin embargo, que habíamos cometido un grave error.  María --como comprobamos después con la señora de la agencia de empleos-- estaba loca, loca de remate, y en numerosas oportunidades había sido internada en el hospital de Mazorra.  A la mujer de la agencia no le quedó más remedio que decirnos la verdad, aunque añadió la pobre excusa de que en sus momentos de lucidez, María era útil en una casa y digna de los mayores elogios, pues limpiaba y cocinaba bien.
        El error más grave había sido incorporarla a la libreta de abastecimientos, porque en contra de su voluntad no podíamos darle de baja en las oficinas de la OFICODA (*) y permanecería en nuestra casa hasta que ella lo decidiera.
        No puedo evitarlo, le tengo miedo a María, a su mutismo; no sé cuándo dejará de ser ella para prorrumpir en sollozos, o correr hacia mí gritándome que cesen los ruidos, que no puede más. Pero a pesar de todo esto, cocinar y limpiar parecen servirle de tearapia. Entro y salgo de la casa, voy al trabajo o a la universidad y noto que está largos períodos encerrada en su cuarto, escribiendo esas monstruosas cartas que hablan de camiones herméticamente cerrados que recorren la ciudad, dice, con su trasiego de carne humana, mujeres que la policía se encarga de echar mano en cualquier esquina, con el propósito de engrosar el abastecimiento de carne para la población.  Prostitutas, repite sin parar. Y sus cartas están dirigidas a Fidel; le escribe decenas a la semana y las guarda con mucho celo debajo de su almohada, pero nosotros, en sus brevísimas ausencias a la bodega que está al lado de nuestro edificio, las leemos, con un interés creciente, como si se trataran de nuevos capítulos de una historia de terror, incapaces de sustraernos a sus obsesiones.
        De noche nos encerramos con llave en nuestras habitaciones, temerosos de que la locura le asalte en medio de la madrugada. Y aunque parece fingir no darse cuenta de nuestro miedo, quién sabe cuántas esquizofrénicas inquietudes esconde tras su dura mirada.  No nos da reposo, sin embargo, nos mira siempre como un cazador furtivo, aunque sigue cumpliendo a cabalidad con sus obligaciones y guarda un horario inflexible para todo.
        Hace un tiempo logramos que nos hablara de sus otras colocaciones. Fue a raíz de encontrarse un libro de Alejo Carpentier, mientras sacudía uno de los estantes. Se le quedó mirando durante unos segundos, como tratando de recordar, hasta que sin mucho interés contó que había trabajado hacía años en casa del novelista, en una época, añadió, en que él vivía con su madre, una señora rusa que tocaba el piano y daba clases de francés. Una señora muy fina, apuntó, como si de pronto se le hubiera iluminado la mente y trasladado a aquella época y la estuviera mirando. Se había quedado como ausente en el recuerdo.
        Fue María la que respondió a mis preguntas, cuando de regreso esa mañana de la universidad, noté aquellas tres tazas con restos de café que permanecían sobre el  aparador del comedor.
        "Es que estuvieron aquí unos amigos de su esposo, por lo del accidente del señor Alberto. Dice su esposo que llame a Maruja".
        No había cautela en su modo de darme la noticia, ni pretendía evitarme el susto. Accidente era la palabra que mejor describía una situación real con la que ella había estado siempre tan familiarizada. Pero todo el mundo actuaba como María a la hora de la verdad.  Maruja no fue más explícita al inicio de nuestra conversación, y sólo cuando insistí supe qué significaba esa palabra, accidente.  Y la verdad es siempre como en las novelas, un golpe seco.
        Alberto Mora, de súbito, estaba muerto. Heberto se había marchado a la funeraria y yo quedaba en libertad de llegarme hasta allá o aguardar en casa.
        En el trayecto hacia la funeraria Rivero traté de poner mis pensamientos en claro. ¿Es que como en las novelas de terror aún no había despertado del sueño?  Claro que sí, sólo que ahora iba uniendo los pedazos de ese rompecabezas que la muerte había dislocado de un manotazo.
        Estaba allí, dentro de aquel sarcófago horrible, y un mechón de pelo sobresalía por afuera de la tapa; yo sólo atinaba a ver el mechón negro y lacio que tantas veces se alisara en un movimiento que se había convertido casi en manía.
            Un hombre me perseguía en aquel sueño de la noche de la tormenta. Rápídamente me metí a la trastienda de un pequeño negocio y allí estaba el sarcófago del que salía aquel mechón de pelo lacio y negro. Al otro día por la mañana supe que esa noche Alberto se había suicidado.        
        A pesar del balazo no estaba deformado. En medio del horror del que aún no habíamos podido desprendernos, comprobé lo que ya yo sabía por mi sueño.
        Alberto había llegado aquella tarde de lluvia torrencial hasta la UNEAC (** ) para devolverme Islas en el Golfo, la novela de Hemingway que yo habìa pedido prestada a la biblioteca. Hacía más de un mes que la había sacado porque Heberto quería leerla, pero luego se la había pasado a Alberto y éste a un amigo. La lectura del libro póstumo de Hemingway pareció afectarlo, y su obsesión lo trajo dos o tres veces a casa para comentar con Heberto los planteamientos de Hemingway: discutía con acaloramiento todas las proposiciones del viejo escritor en torno a la muerte y las distintas formas de suicidio.  Quería una y otra vez que Heberto compartiera sus puntos de vista: la mejor forma de matarse era de un tiro en el cielo de la boca. Pero Heberto no acertaba a darse cuenta entonces de las verdaderas intenciones de su amigo.
        Tiempo atrás había aparecido por casa con un nuevo libro, la edición de Barral del I Ching: quería que probásemos suerte, y él mismo se encargó de interrogar al célebre libro. No fue una sorpresa para mí que nuestro destino --el mío y el de Heberto--  fuera el mismo, me parecía lógico.  Pero me sobrecogió de manera especial la respuesta que obtuvo Alberto, porque sin que él precisara, aquel código extraño apuntaba hacia lo peor.
        Sonrió restándole importancia al hecho y no vaciló días más tarde  --la noche de su cumpleaños-- y en su recién estrenada casa, en leerle el destino a cada uno de los presentes y de repetir hasta el cansancio aquel cuento-adivinanza que era a su vez un test de personalidad. Al final de la historia y de salvar muchos obstáculos, había que decidir qué actitud tomar ante un muro que impedía continuar la marcha. Casi todos los presentes aquella noche escogieron regresar. Pero Alberto decidió saltar el muro.
        En la casa todos oyeron el disparo.  La abuela dijo que fue como si cayera al suelo un escaparate. La puerta estaba cerrada por dentro con llave, y Liuba, la hija mayor dijo que ella podría abrirla con la punta de una tijera. Eran las 8 y 30 de la noche, y desde por la tarde había estado lloviendo sin parar.
        Abrí la puerta de mi apartamento, y lo vi de pie junto al marco: llevaba un pantalón a cuadritos color café y la camisa de hilo blanco. Le oi decir junto al ramo de muralla del centro de la sala, que esa misma tarde me devolvería el libro de Hemingway.
        ¨Yo creo que no nos vamos a ver más¨, le dije y la primer sorprendida fui yo, quizás no quise decir eso, pero fue lo que dije y me turbé, pues me parecieron palabras absurdas, sin sentido. "¿Por qué dices eso? --fue su respuesta. Esta misma tarde te llevo el libro a la Unión de Escritores, lo prometo".
            No le creì hasta que lo vi llegar horas después bajo el terrible aguacero. A pesar de la gripe y la fiebre, quiso cumplir su palabra. Fui, sin sospecharlo, de las últimas personas en verlo con vida.
            Lo acompañé hasta el vestìbulo de la UNEAC, y ya en el portal inundado, tras rechazar mi ofrecimiento de unos periódicos para que al menos se cubriera un poco de la lluvia, desapareciò ante mis ojos asombrados, como si aquella densa capa de agua se lo hubiera tragado. Su amigo Benigno Regueira, me había dicho, lo había traido en su automovil y lo estaba esperando afuera.
            Por la noche, cuando Heberto y yo regresamos del Parque Almendares, a donde habíamos ido con una vecina tras cesar la lluvia, quise llamar a su casa para preguntar si aquella imprudente empapada no habìa afectado aún más su gripe, pero nuestro teléfono, afectado por la tormenta, había dejado de funcionar. Miré entonces al reloj y también se habìa detenido a las 8 de la noche.
            Cuando esa mañana regresé temprano de la universidad, Marìa me contó que había habido visita... Todavía cierro los ojos y veo las tazas abandonadas con restos de café. Alejandro, el policía encargado de vigilarnos, y otro, que no sé quién es, habían venido a informar a Heberto de la muerte de su amigo y de paso a intentar saber más.
       "¿Qué les parece? Me voy a casar con Sylvian. Dìganme lo que piensan".  Le estaba preguntando la opinión a los amigos, pero yo detestaba que qusiera saber la mía sobre algo tan personal,como era su relación con Sylvian, una francesita aplatanada, a quien conocía poco.
           Alberto sobresalía del contexto.  Era inteligente y generoso, de una amistad a toda prueba. Culto, en medio de un mundo como el suyo (un comandante, el más joven quizás de la Revolución, ex ministro de Comercio Exterior), aunque sin embargo padecía de un fuerte desasosiego, sólo evidente para sus más ìntimos.  Golpe tras golpe había resistido con valor mucho más de lo que se sabía. Primero la muerte del padre, aquel legendario Menelao Mora, ex dirigente de los Ómnibus Aliados, quien con un grupo de hombres --entre los que estaba el propio Alberto, entonces un joven de 17 años-- había asaltado el Palacio Presidencial, donde vivía el dictador Batista. Luego, la enfermedad de la madre; el nacimiento de su hija màs pequeña con una deformación en el labio, su matrimonio con la francesita, que pareció no tardar en caer en crisis... Y en medio del desencanto creciente ante la vida, había perdido la fe en la Revoluciòn y Fidel Castro, aunque le oíamos insisitir en que tarde o temprano todo se arreglaría.
        Del libro Fuera del juego, el primero de los amigos de Heberto en leerlo, le oí decir con franco entusiasmo: "Este libro va a hacer historia". Creyó en la amistad, por eso no vaciló en apoyar a Heberto, su amigo, a raíz de nuestra detención, lo que le valió también a él un destino inusitado: Fidel Castro lo mandaría a detener, aunque luego de visitarlo en la celda lo pondría en libertad.
        Todavía con Heberto detenido en la Seguridad del Estado, Alberto y yo nos aparecimos en el anfiteatro de la Universidad de La Habana donde el canciller Raúl Roa iba a pronunciar un discurso que, aunque de soslayo, estaba relacionado con los últimos acontecimientos alrededor de Heberto.  A cada instante aquella multitud compuesta por alumnos y funcionarios interrumpía al retórico Roa y prorrumpía en aplausos, de pie, para darle más énfasis a sus palabras. Le oi hablar de los intelectuales plumíferos, y de no sé cuántos otros torpes epítetos para referirse, sin decirlo, a Heberto.  Pero ni Alberto ni yo nos levantábamos de nuestros asientos, ni aplaudíamos al canciller. Al final del discurso, Alberto se acercó a Roa y le entregó una carta, con el ruego de que se la hiciera llegar a Fidel Castro. No supe su contenido, pero se trataba de una protesta sobre la detención de su amigo, y su opinión sobre la situación.  Al otro día estaba preso en Villa Marista.
           Alberto Mora, en perpetua desgracia, ex comandante de la Revolución castrista, era un escritor frustado (estoy segura), que amaba la música, que no tenía reparos en exhibir en su casa aquel enorme e impresionante afiche de Jimi Hendrix, muerto por una sobredosis de drogas, ni en comprar en sus viajes al extranjero toda la música de los Beatles. Se empeñó en hacer revolución junto a su padre, y tuvo la suerte de salir con vida del asalto al Palacio Presidencial. Quiso ser un rebelde, cuando hubiera dado su vida por ser un creador, un artista.
        Ayer hizo nueve días que lo enterraron. No fui al cementerio porque me sentía muy triste y me parecían demasiadas emociones para mí, con mis seis meses de gestación.  A su regreso, Heberto me contó que vio allí a Orlando Alomá con aquel ejemplar del libro de Hemingway debajo del brazo.  Pienso que si Alberto Mora no lo hubiese leido no habrìa escogido el camino de la autodestrucción. Pero otras cosas pesaron mucho en su decisión. La traición, las mentiras, habían acelerado ante sus ojos la caida del altar donde durante años había puesto a Fidel Castro y la Revoluciòn.  Ya no creyó más en esa "rehabilitación política" que tiempos atrás era su tabla de salvación, pues no se cansaba de repetir que tarde o temprano llegaría.  Pero el Plan de Plátanos del Wajay, a donde el propio Fidel Castro lo había enviado para que se rehabilitara, no era otra cosa que un nuevo castigo, una cárcel.
        Ayer sonó el teléfono, mientras yo descansaba antes de irme a trabajar a la UNEAC. Era su voz ahogada, lejana, y ese ¨oye¨, ahora de ultratumba, conque solía presentarse cuando hablaba a casa. Sólo alcancé a escucharle decir balbuceante que iba para el Wajay, mientras repetía aquel Wajay como un tartamudo. Aterrada, le pasé el teléfono a Heberto, pero la comunicación había cesado.
        Me cuesta trabajo reconocer que locos como María puede que entiendan mejor los planos de vida y muerte en que nos movemos. A su modo parecería no faltarle razón y no cesa de escribir cartas cada día más extensas, denunciando quizás esta vez que están cavando una tumba para nuestro amigo, el comandante Alberto Mora.